Con algunas amistades teníamos una charada acerca de ciertos incidentes caricaturescos de los visitantes extranjeros, la de ¿sí apguendió a bailag cumbia? Bueno, era uno de muchos, pues no faltó el rodillazo de sueca en el hígado, intentando coordinar algo de salsa, en medio de la impune oscuridad del Goce Pagando (o sea el de al frente de Uniandes); o la cara de espanto de una mexicana cuando unos amigos le contaban lo fácil que se contrataba un sicario en Colombia y - cuando ella preguntó cuánto pagaban (pensando en la pena carcelaria de los homicidas) - ellos le contestaron que desde diez mil pesos.
Pero el de la cumbia viene a colación porque es algo que nos pasa a muchos cuando creemos que los lugares son personas y que esas personas hacen, piensan y dicen lo que aparece en el artículo de la enciclopedia, en el cromo de la chocolatina o en el videoclip turístico. En las radios populares suena lo que esté moviéndose, no lo que se supone que es típico de la región o país. Supe de unas fiestas en un pueblito, a las cuales una sola vereda preparó algo folclórico tradicional, ensayado y ataviado como es de ley (por iniciativa de alguien venido de la ciudad, desde luego); el resto de la zona rural (paraquizada además) llevó el papi chulo. Sin embargo me gusta saber de esas rarezas, siento debilidad por los museos y las "vintage collections".
Las cadencias de los tiples en guabinas y torbellinos me seguirán elevando aunque siga el consejo de casi todos los santanderanos que conozco: "el festival ese es muy bonito, pero esa gente de Vélez es muy maluca". Cierta época de mi vida escuchaba los programas de música colombiana de Musicar, la Tadeo, la Radiodifusora y otras. Se me quedaron pegadas ciertas horrorosas adaptaciones corales con acartonadas voces tratando de cuadricular bambucos, pasillos y guabinas. Como un tema que hablaba de unas "campanitas de mi pueblo colombiano" cuya combinación de las voces femeninas y la percusión (que hacía de campanitas) me destemplaba hasta las vértebras. También el tono de Carlos Pinzón y su Zipacón, la villa musical de Cundinamarca. Para mí el noroccidente colombiano es imposible de reducir al estigma de la violencia, la canalización del fantástico y mítico Sinú o el narcotráfico. No se trata de reducirlo a otras pero hablo de música y tengo especial afecto por varias manifestaciones sabaneras inmortales. También ciertas piezas de excelente gusto y factura, como el legado de Bermúdez y Galán, me parecen esenciales en mi colección; paradójicamente siendo estas creaciones - en su época - objeto de estigmas comparables a los que bien merecidos tienen Daddy Yankee y Don Omar. Algo tan políticamente correcto como "Boquita Salá", con seguridad fue más condenado que el corito de "húndelo to" de cierta famosa champeta.
No ignoro que en muchas localidades florece y hasta triunfa la recreación de formas propias; pero pienso que los adjetivos como típico o tradicional resultan pretenciosos ante el protagonismo real de esos timbres y esos acordes en el acontecer de las personas, en su propia telenovela. También tengo claro que es absurdo pretender plena originalidad, habiendo tanta historia y tanta interacción de por medio. En algún momento de mi vida consumí algo del hippismo andino de los ponchos, charangos y quenas, con las facetas militantes (Inti Illimani, Quilapayún), las europeas (Urubamba) y lo que se podía escuchar en las casetes de los conocidos pastusos. Lo cito porque es el clásico ejemplo de sublimación de un rollo con una cosa que no tiene nada que ver: no hay certeza de qué melodías tocaban los indios con esos instrumentos, de eso no quedó grabación.
Pero el de la cumbia viene a colación porque es algo que nos pasa a muchos cuando creemos que los lugares son personas y que esas personas hacen, piensan y dicen lo que aparece en el artículo de la enciclopedia, en el cromo de la chocolatina o en el videoclip turístico. En las radios populares suena lo que esté moviéndose, no lo que se supone que es típico de la región o país. Supe de unas fiestas en un pueblito, a las cuales una sola vereda preparó algo folclórico tradicional, ensayado y ataviado como es de ley (por iniciativa de alguien venido de la ciudad, desde luego); el resto de la zona rural (paraquizada además) llevó el papi chulo. Sin embargo me gusta saber de esas rarezas, siento debilidad por los museos y las "vintage collections".
Las cadencias de los tiples en guabinas y torbellinos me seguirán elevando aunque siga el consejo de casi todos los santanderanos que conozco: "el festival ese es muy bonito, pero esa gente de Vélez es muy maluca". Cierta época de mi vida escuchaba los programas de música colombiana de Musicar, la Tadeo, la Radiodifusora y otras. Se me quedaron pegadas ciertas horrorosas adaptaciones corales con acartonadas voces tratando de cuadricular bambucos, pasillos y guabinas. Como un tema que hablaba de unas "campanitas de mi pueblo colombiano" cuya combinación de las voces femeninas y la percusión (que hacía de campanitas) me destemplaba hasta las vértebras. También el tono de Carlos Pinzón y su Zipacón, la villa musical de Cundinamarca. Para mí el noroccidente colombiano es imposible de reducir al estigma de la violencia, la canalización del fantástico y mítico Sinú o el narcotráfico. No se trata de reducirlo a otras pero hablo de música y tengo especial afecto por varias manifestaciones sabaneras inmortales. También ciertas piezas de excelente gusto y factura, como el legado de Bermúdez y Galán, me parecen esenciales en mi colección; paradójicamente siendo estas creaciones - en su época - objeto de estigmas comparables a los que bien merecidos tienen Daddy Yankee y Don Omar. Algo tan políticamente correcto como "Boquita Salá", con seguridad fue más condenado que el corito de "húndelo to" de cierta famosa champeta.
No ignoro que en muchas localidades florece y hasta triunfa la recreación de formas propias; pero pienso que los adjetivos como típico o tradicional resultan pretenciosos ante el protagonismo real de esos timbres y esos acordes en el acontecer de las personas, en su propia telenovela. También tengo claro que es absurdo pretender plena originalidad, habiendo tanta historia y tanta interacción de por medio. En algún momento de mi vida consumí algo del hippismo andino de los ponchos, charangos y quenas, con las facetas militantes (Inti Illimani, Quilapayún), las europeas (Urubamba) y lo que se podía escuchar en las casetes de los conocidos pastusos. Lo cito porque es el clásico ejemplo de sublimación de un rollo con una cosa que no tiene nada que ver: no hay certeza de qué melodías tocaban los indios con esos instrumentos, de eso no quedó grabación.
En fin, yo también salí varias veces a apguendeg a bailag lo que no sonaba ni donde los viejitos, a escarbar entre el polvo algún rastro de la vibración de esas notas o la inspiración de sus letras. Evadiendo que lo verdaderamente típico estaba en frente mío, golpeteando unos audífonos de alguien que me miraba con la compasión que se le tiene a un demente.
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