martes, abril 20, 2010

Pleamar

Las mareas son la manifestación visible de la atracción gravitacional de la luna hacia nuestro planeta, los fluidos confinados en grandes cuencas hacen variar ligeramente la posición de la línea de costa durante el día. Bogotá queda aproximadamente a 2600 metros sobre el nivel del mar y es el origen del sistema de coordenadas geográficas del país, con el punto x=1000000, y=1000000 en el Observatorio Astronómico Nacional (conspiradero de criollos cuando esa era la casa de Nariño). El eje z tiene su cero en la posición de la marea baja en Buenaventura. La marea es un fenómeno periódico, una sinusoidal con pocos chichones, va y viene todos los benditos días. Tal ha sido la selección de términos para referirse a la presente bonanza de preferencias que asiste a Antanas Mockus en el oráculo de las encuestas.
Una cosa buena de todo esto es que quienes hicieron del 80 u 85 por ciento de popularidad de Uribe un certificado de unanimidad en la sociedad aprendieron a leer las encuestas con un grano de sal en la lengua. Estas encuestas no reflejan ni de lejos los votos que ya tienen amarrados el partido liberal, cambio radical, el conservatismo y el polo. La misma mayoría de Santos podría estar referida a opinadores urbanos que no determinarán nada y los ingenieros sociales de Acción Social de la Presidencia lo entienden perfectamente. Sin embargo las intervenciones de Uribe y su mini me descalificando la vocación agresiva del filósofo gobernante dan a entender que la cadena de clientelas que alimentan teme ver frustradas sus expectativas financieras.
En la campaña a la alcaldía de Bogotá en 1994 todo comenzó honrando el sentido común. Era incuestionable que la alcaldía quedaría en manos de Julio César Sánchez, barón electoral del partido liberal, ex alcalde y dueño de varias clientelas poderosas en el distrito. Algún desocupado (si mal no recuerdo Gustavo Petro) sugirió en una emisora que iría por alguien como el rector que echaron por bajarse los pantalones y luego las encuestas hicieron lo suyo. El miembro de partidos tradicionales que no renunció ante el singular fenómeno, Enrique Peñalosa, garantizó un nombre político por esa misma situación.
La alcaldía de Mockus no fue ni de lejos grata a los gustos sindicales o a la intelectualidad de izquierda. Las empresas de Servicios Públicos conocieron el outsourcing. Dividió la EEEB y la descapitalizó, garantizando enormes recursos para que Peñalosa se ganara el cielo con obras. Persiguió la rumba y elevó los índices de seguridad, conformó la Guardia Metropolitana, grupo antimotines precursor del ESMAD, explícitamente declarando que su color negro debería indicar represión a quien lo viera. Ninguneó a los profesionales criollos trayendo a ICA a arreglar carreteras y puso a unos balcánicos (ignorantes probados sobre la geomorfología y la neotectónica andinas) a diseñar la solución a lo del Tunjuelo (Cantarrana). Su gurú de la seguridad fue Hugo Acero, derechista obtuso convencido de que el sindicalismo es la manifestación del terrorismo destinada a acabar con las empresas (generalización muy popular entre ciertos empresarios agrícolas paisa sabaneros dados a descuartizar negros en el noroccidente del país, pero no muy afín a lo que piensan muchos analistas de organizaciones productivas en el mundo capitalista). Antes de Mockus y Peñalosa solo algunos izquierdistas de bufanda y concierto de Inti Illimani en el teatro Colsubsidio cuestionaban ciertos cerramientos urbanos a espacios públicos, por lo cual eran calificados como enemigos de la seguridad y la propiedad privada. Ahora no hay cultor de la libre empresa que defienda tanta reja.
No voy a negar que siento cierta simpatía por Mockus, digamos empatía. Para mí fue un contradictor en la Universidad y es parte de un conjunto de personas que moldearon mi visión del mundo por la vía de la contradicción, junto con colaboradores de él como los difuntos Fabio Chaparro y José Granés y otros que por seguir vivos no les voy a lambonear. Nunca me pareció eso de que le dieran cinco millones de pesos por una jornada de trabajo a la señora que ponía las 'vacunas contra la violencia', pero reconozco que la Ley Zanahoria, que tanto resentí, cumplió con la reducción de homicidios. Celebré que públicamente tomó distancia de varias de las sangronadas que enorgullecen al gobierno que termina (secuestrar a un tipo en otro país para arrestarlo o todas las barbaridades alrededor de la Operación Fénix), aun con su singular matiz acerca de los de los informantes pagos. Ahora que todos los candidatos temen objetar el sagrado misterio de la Seguridad Democrática, ciertas actitudes específicas de Mockus permiten ahondar en una de las fragilidades de ese fetiche.
De antes se sabía que la proporción entre muertes violentas ligadas al conflicto armado (rebautizado por Uribe "amenaza terrorista") era harto pequeña. Las tendencias siguen indicando que el pico de homicidios en Colombia ocurre el Día de la Madre y en las fiestas de fin de año (entre tragos, entre allegados). Ya en lo otro se ha visto muchas veces a dos personajes idénticos con diferente brazalete tirar a matarse no porque Marx o Hayek hayan dicho tal cosa o alebrestados tras leer un artículo del IEPRI, sino porque los otros son unos hijueputas y hay que fumigarlos. Lo de las fiestas ratifica que aquí nos odiamos a nosotros mismos y el parecido quiere aniquilar al parecido. También se mata pa justificar el sueldo o para mantener la autoridad emanada del terror. Pero también se ha evidenciado que los millones de dólares del plan Colombia y otros ajustes internos del presupuesto fortalecieron unas fuerzas armadas capaces de diezmar a dos compañías guerrilleras que se toman la vía Bogotá - Medellín (uniformadas y claramente identificables por sus armas largas), pero inoperantes para corretear a la típica banda de tres locos con revólveres que atraca unos furgones cerca a cualquiera de estas dos ciudades. O que la costosa red de informantes pagos parece más una fe misionera centrada en vigilar un enemigo ideológico y no una conducta ciudadana que reconoce responsabilidades y límites. El desastre de seguridad ciudadana en las grandes ciudades evoca la paradoja que también vive Venezuela (con jets y tanques de última generación pero sus calles cundidas de atracadores asesinos).
A mí me gustaría mucho que el botín presidencial no quedara en manos de la camarilla que se apoltronó estos ocho años, en particular pienso que un sujeto como Juan Manuel Santos representa fielmente un conjunto de conductas que le han hecho mucho daño a este país, como recurrir a la calumnia en los debates políticos (el señalamiento contra Pardo hace cuatro años) o la permanente mentira (negó los falsos positivos por meses, como el uso de insignias de la Cruz Roja en el Jaque y durante las primeras horas posteriores a la muerte de Reyes afirmó que el operativo fue respuesta a un ametrallamiento desde tierra y que hablaron previamente con Correa). Actualmente algunos analistas conspiranoicos tratan de ver en el fenómeno Mockus las manos de oscuras fuerzas, lo cual no es raro en una cultura política que hizo de las FARC la excusa para pegarle a la mujer, para evadir impuestos, esconder unos kilos al vecino finquero del Meta mientras un allanamiento, conducir borracho hacia Melgar y otras tantas idiosincracias compatibles con el credo salvador de la Seguridad Democrática (y Uribe, su profeta). Me parece que Mockus es una alternativa razonable así no tenga las credenciales de zorro de la política (tampoco es una dulce pelota y sé muy bien de cuánto es capaz), más si sabe deslindar de las malas prácticas que se consagraron en los gobiernos precedentes. Tocar la conciencia reflexiva del votante colombiano bien vale la pena como programa. Pero todavía no me decido.