Fui por primera vez a una marcha de primero de mayo durante los legendarios setentas. Bueno, me llevaron, pues uno a los tres años desoye ese llamado colectivista y mantiene su rebeldía subjetiva. Los de la columna de al frente gritaban una consigna que parecía más un oscuro códice: pst, pst, peseté. Sí, se trataba de esa misteriosa variedad, conocida como trotskismo, o troskismo, para no gastar tanta saliva. Pocos años antes Luis Duque Gómez, rector paisa ultraconservador de la Universidad Nacional, prohibía las manifestaciones dentro del campus y consideraba tales a cualquier concentración de más de cuatro personas, condición para que la tropa de la Policía Militar procediera a disolver semejante multitud. Bien, curiosamente cinco personas es la masa crítica para que un movimiento troskista estalle en una disidencia. Esa expansión por gemación constituye un inquietante fenómeno político, con complejos cladogramas llenos de extrañas siglas. En fin, me llevaron esa vez y no volví a asomar a ese evento hasta los 19 años.
El ritual es bien polifacético y a veces desconcertante. Fundamentalmente es festivo, no importa que haya quien lleve la fiesta con cara de pocos amigos. Varias veces he llegado por la diecinueve con décima y es común que pase junto a la concentración de un sindicato que parodia el "Glory, glory, allelujah" con "solidaridad tenemos con nuestra organización". Aquellas agrupaciones que uniforman su presencia partidaria y persiguen en cada nueva versión una mayor distinción. El tipo de la cachucha con la bandera de Colombia, a quien uno ve en manifestaciones gobiernistas y antigobiernistas, el más fiel de los manifestantes. Algún solitario orador antisemita, volantes con todo tipo de rollos, proyectos armados, nuevos partidos, colectivos de pacientes, casi todas las variedades de skins, grupos de danza, viviendistas, desempleados, LBGT, desmatriculados,...
Mis incursiones en esta actividad comenzaron en una época de profunda desconfianza de los sindicatos ante el comportamiento díscolo y peligroso de las columnas estudiantiles. De hecho los estudiantes nos salíamos permanentemente de nuestro grupo para estimar el tamaño de la concurrencia y para desorientar y fastidiar un poco la compañía permanente de los antimotines, quienes se concentran en los retoñitos y sus pilatunas. Un amigo me contó que un combo tropelero se había disuelto años atrás, arrepentido por haber herido a un menor de cinco años, a quien se le clavó en una pierna la moneda expulsada por un peto. Valga anotar, es parte de la cultura sindical al respecto de esta fecha que sea una jornada para compartir en familia. De todos modos, seguí asumiéndolo como una actividad entretenida; a veces peligrosa cuando un amigo y yo satirizabamos algunas consignas, esos mantras llenos de paradojas e incompletudes, considerados incuestionables fórmulas teológicas por algunos. Estuve a prudente distancia del enfrentamiento que causo la muerte hace dos años a un niño quinceañero, a cuyo velorio asistí, confirmando mi actual postura frente a los límites racionales de la revolución de las hormonas. Ese caso tiene unas aristas tan filosas e intrincadas que mejor postergo su desarrollo.
Hace ya un buen tiempo que cuando asomo a la séptima lo hago en actitud de jubilado. Me hago en las gradas de la Catedral Primada junto a las celebridades canosas de las décadas del despelote. Ya no voy a ninguno de los almuerzos posteriores (con llamadas incluidas para averiguar por detenidos) y me conformo con ver viejos rostros conocidos con quienes ya solo trato en esa fecha. El tamaño de la participación sigue siendo la medida del ímpetu de la oposición. Esta vez el asunto trae el aderezo de la inminencia de manifestaciones callejeras de apoyo al presidente y la progresiva alza en el tono de ciertas expresiones antigobiernistas. El anticipo de una segunda parte de lo que pasó con la visita de Bush, esta vez con los agentes martirizados de ese día investidos de la justificación de la retaliación, ha sido más que evidente.
No quiero masajes suecos, ni hidromasajes, ni que me destruyan mi camarita. Además me queda un día para ir a la Feria del Libro y sé que puedo encontrar unos títulos de interés - despreciados por el demiurgo - a precios de remate en el stand de Crítica (y además tengo que sentarme frente a un editor de código a maquinar un diseño que me tiene harto acosado). Sin embargo acudiré por cuenta de uno de esas insondables condicionamientos que le moldean a uno los planes. Traeré chismes, eso sí.
El ritual es bien polifacético y a veces desconcertante. Fundamentalmente es festivo, no importa que haya quien lleve la fiesta con cara de pocos amigos. Varias veces he llegado por la diecinueve con décima y es común que pase junto a la concentración de un sindicato que parodia el "Glory, glory, allelujah" con "solidaridad tenemos con nuestra organización". Aquellas agrupaciones que uniforman su presencia partidaria y persiguen en cada nueva versión una mayor distinción. El tipo de la cachucha con la bandera de Colombia, a quien uno ve en manifestaciones gobiernistas y antigobiernistas, el más fiel de los manifestantes. Algún solitario orador antisemita, volantes con todo tipo de rollos, proyectos armados, nuevos partidos, colectivos de pacientes, casi todas las variedades de skins, grupos de danza, viviendistas, desempleados, LBGT, desmatriculados,...
Mis incursiones en esta actividad comenzaron en una época de profunda desconfianza de los sindicatos ante el comportamiento díscolo y peligroso de las columnas estudiantiles. De hecho los estudiantes nos salíamos permanentemente de nuestro grupo para estimar el tamaño de la concurrencia y para desorientar y fastidiar un poco la compañía permanente de los antimotines, quienes se concentran en los retoñitos y sus pilatunas. Un amigo me contó que un combo tropelero se había disuelto años atrás, arrepentido por haber herido a un menor de cinco años, a quien se le clavó en una pierna la moneda expulsada por un peto. Valga anotar, es parte de la cultura sindical al respecto de esta fecha que sea una jornada para compartir en familia. De todos modos, seguí asumiéndolo como una actividad entretenida; a veces peligrosa cuando un amigo y yo satirizabamos algunas consignas, esos mantras llenos de paradojas e incompletudes, considerados incuestionables fórmulas teológicas por algunos. Estuve a prudente distancia del enfrentamiento que causo la muerte hace dos años a un niño quinceañero, a cuyo velorio asistí, confirmando mi actual postura frente a los límites racionales de la revolución de las hormonas. Ese caso tiene unas aristas tan filosas e intrincadas que mejor postergo su desarrollo.
Hace ya un buen tiempo que cuando asomo a la séptima lo hago en actitud de jubilado. Me hago en las gradas de la Catedral Primada junto a las celebridades canosas de las décadas del despelote. Ya no voy a ninguno de los almuerzos posteriores (con llamadas incluidas para averiguar por detenidos) y me conformo con ver viejos rostros conocidos con quienes ya solo trato en esa fecha. El tamaño de la participación sigue siendo la medida del ímpetu de la oposición. Esta vez el asunto trae el aderezo de la inminencia de manifestaciones callejeras de apoyo al presidente y la progresiva alza en el tono de ciertas expresiones antigobiernistas. El anticipo de una segunda parte de lo que pasó con la visita de Bush, esta vez con los agentes martirizados de ese día investidos de la justificación de la retaliación, ha sido más que evidente.
No quiero masajes suecos, ni hidromasajes, ni que me destruyan mi camarita. Además me queda un día para ir a la Feria del Libro y sé que puedo encontrar unos títulos de interés - despreciados por el demiurgo - a precios de remate en el stand de Crítica (y además tengo que sentarme frente a un editor de código a maquinar un diseño que me tiene harto acosado). Sin embargo acudiré por cuenta de uno de esas insondables condicionamientos que le moldean a uno los planes. Traeré chismes, eso sí.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario