Hoy recordé un viaje y una imagen. El paso en planchón a través de un río del piedemonte casanareño junto a un caserío, más bien un billar con casitas al lado. Eso fue hace años y por entonces ya tenía grabado ese prejuicio frente a la vida provinciana, según el cual la gente de los pueblitos no hace otra que jugar billar y ver pasar las horas. Con el tiempo se fue erosionando esa impresión, al ver detalles que no eran tan distintivos frente a cierta vida de barrio que conocí y al conocer más sobre algunas regiones.
A veces pienso que la visión romanticona que uno tiene frente al paisaje rural, lo es más por el apego que uno tiene a la vida citadina. El viaje vacacional y el contacto con la topografía, la humedad y los olores biodiversos son más sensuales cuanto más contrastan con la pesadez de la ciudad. Pero uno les pone más lirismo por su cine raro y su biblioteca grande y el café donde le ponen nombre raro hasta a la agüepanela. Con el agua escorrentía de aquí toda con vocación de cloaca, con quebradas secas, resulta más mixtificante el canto de un río bien torrentoso o el espectáculo de una cascada. Y en muchos sitios de esos el ambientalista es uno, porque sabe que esas cosas pueden hacer falta; el lugareño las asume como perennes.
Mi vida, sin embargo, es caminar rápido y con método, con las coordenadas marcadas en plaquitas cada diez metros o menos (claro que las corren y las vuelven a acomodar como la geomorfología de cien mil años corrida en cámara rápida en cinco años), calcular anticipadamente las distancias que voy a tomar con otros transeúntes cuyo aspecto juzgo. Llenar mi cerebro de sonidos sistematizados, rumores, novedades, frivolidad y trascendencia. Además de todo, apegos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario