Asomé ayer a la comparsa inaugural del Festival de Teatro y recordé La Candela, mote cariñoso que la bohemia de hace algunos años dio al barrio La Candelaria. En realidad, voy seguido a la Biblioteca Luis Ángel Arango, pero cada vez permanezco menos por cuenta de la comodidad del préstamo a socios y porque mi agenda no da para más. En algún momento de mi pasado, en tiempos de rumba, aspiré a vivir allí, en algún lugarcito de esos que pagan poco impuesto y servicios baratos por ser patrimonio. Me impresionó muchísimo, por ejemplo, la belleza del conjunto residencial que ocupa la antigua sede del Seminario Mayor de Bogotá y - previo a varios años de abandono - la sede del SIC (Servicio de Inteligencia Colombiano, que luego se cambió el nombre a DAS); aunque temí que - de vivir allí- mis noches fueran turbadas por el eco de algún lamento de interrogatorio pasado.
No tardé mucho en desencantarme de un espacio urbano signado por la inseguridad y el maltrato asociado a la rumba (La Candela es un gran orinal público con andenes estrechos) y revalué mi idea del culto a lo vetusto y artesanal, entre otras porque resulta costoso adaptar lugares tan viejos a estándares modernos de habitabilidad, siquiera de sanidad. Además se cerró mi ciclo existencial de la sorpresa ante ese mundo de la pose artística y la evocación del pasado pueblerino de mi ciudad; hubo nuevas cosas que mirar en esta misma ciudad y otras para soñar en el mundo.
Ese viejo centro del olor a cerveza y a su secuela principal (en contraste con el que rodea a la Tadeo, donde las paredes tienen tufo a guaro) ya no me hace tanta falta. El Festival es la oportunidad de ver de nuevo a muchas piezas vivas de museo, de viejos artistas ligados al mundo de los teatreros, de Marielita y sus tangos (por allá sí tengo que volver), pero por mi parte hasta ahí no más.
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