Antes de acostarme quiero decirle feliz cumpleaños a mi amada ciudad, a la que vi por años plena de luces desde el penthouse de la ciudad. No uno de esos del norte, pobres en amplitud, sino desde el fresco suroriente, donde los barrios tienen nombres chéveres como La Gloria, La Victoria, La Belleza y Atenas. Allí donde tuve la fortuna de pertenecer a la última generación que vio más o menos limpia la Quebrada La Nutria y viví una infancia llena de sonidos populares, películas mexicanas, y donde llegué a consagrarme entre familiares y amigos con mi inspirada versión de "la de la mochila azul", el memorable éxito de Pedrito Fernández. Intentos colectivos de suicidio en carros de balineras como solo se viven en un barrio de ladera, banquitas con pendiente y cross country. Canciones de Leonardo Favio, de Vicente Fernández, de Diomedes Díaz, Abba, Kenny Rogers y la inolvidable Cucharita de los primeros Carrangueros de Ráquira.
Una vez me llevaron a ver un circo ruso en el Coliseo El Campín, ese que ahora solo se usa para el culto y eso era peregrinar al norte; de paso se vivía la exótica experiencia de comer Pizza en la 30 con 53, en un local de la desaparecida Pizza Nostra. De hecho cuando íbamos al Sears yo sentía que era ir como a Nueva York, porque allá estaban todos los juguetes que uno veía en la televisión pero no en el comercio del barrio. Incluso vi una cosa que nunca se borró de mi memoria, tanto que cuando voy al Casa Estrella de Galerías recuerdo muy bien en qué parte lo exhibían: el computador Sinclair, hito legendario de la carrera por el computador hogareño comprable. De hecho, esa es una obsesión sobre la cual pienso volver. Por entonces pasaban en televisión colombiana a Mazinger Z, del cual me perdí muchísimos capítulos por el racionamiento de energía del 81; no así con "El Último Mohicano", miniserie que desencadenó mi carrera por leer las novelas de aventuras básicas, clásica iniciación de mi carrera como lector... Y llovía y llovía.
Esa Bogotá permanentemente nublada, gélida, lodosa; se fue llenando más y más de excepciones soleadas, al punto de hoy presenciar escenas exóticas como venta de gaseosa helada en los semáforos. Los niños no usábamos pasamontañas y solo cubríamos la cara para jugar a los pistoleros (bueno, cuando la toma de la embajada en mi barrio se jugaba a los guerrilleros, pero eso rápidamente dejó de ser divertido) o a los ninjas. Luego vino la edad de recorrerla más, de ir más seguido al centro, de esperar bus en la Décima con Jiménez en actitud paranoica, de hacer septimazos; de salir de paseo por la Sabana y ponerse cita en uno de los puentes numerados (el primero, el segundo y el tercero) de la autopista norte. De conocer y habitar la Biblioteca Nacional y la Luis Ángel (hacer una cola imposible para entrar a la una y ver cerrada la otra durante el 89-90, qué sequía de año).
Lástima que cierta gente decidiera usar la fecha natal de mi ciudad para descargar su 'little boy' y arrancar doscientas mil almas de Hiroshima; para mí es imposible separar los dos sucesos. Para mis adentros quiebro una lanza...
Feliz cumpleaños, amada capital.
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