Nunca fui el más rumbero, ni el más de nada en cosas de la noche. Sin embargo estuve por los laditos y exploré algunos lugares inimaginables, frecuentados por tipos humanos irrepetibles. Pero ahora siento una distancia especial, infranqueable, con ese mundo. La calle nunca me costó gran cosa, caminé esta ciudad a muchas horas y atravesando rutas no recomendadas. De hecho caminé muchísimo, por gusto, por adoración al cansancio. A veces fanfarroneé con que la calle no me ganaba, pero ya no afirmaría cosas así, entre otras razones porque esta selva me la han intervenido, por tanto sus señales no se pueden interpretar igual y mutan cada día.
Por cierto, no me he ajuiciado, más bien soy un inmaduro timorato y apabullado con los símbolos y formas de quienes hoy se apropian de las callecitas y los metederos que frecuentaba en tiempos prezanahóricos. Mis modos también cambiaron y no encajan con ese paisaje del recuerdo. Bueno, algunas tendencias ambientales no cambian, como el consabido aroma a orinal público de La Candelaria.
Hace apenas un par de horas me perdí mientras observaba esas cosas desde afuera, sobrio, ajeno. Sobre todo sin nostalgia, sin ganas de repetir.
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