Lo he confesado antes: nunca fui cinero. Como las de muchos, mis primeras experiencias de 16 mm fueron algo así como Bambi en el jardín infantil. Bueno, la cosa sí que fue impactante entonces. Sé que vi en algún teatro del centro "El Chanfle", cuando salió. Cuando comencé la primaria, estrenando también el centro comunitario de mi honrosa atalaya suroriental, pasé por todos los lugarcomunes de escuela del Distrito (concentraciones escolares, las llamaban entonces). Mary Poppins, Cupido Motorizado y todo un rosario de joyas mexicanas de lucha libre, rancheras y hasta un drácula western. Para entonces la colección de clásicos para mi memoria la trajo la televisión. En esos tiempos previos a Emiliani Román, la programación de los festivos aun no estaba llena de dramas personales de niño con la enfermedad de uno en un trillón, ni intrincados divorcios, ni otras producciones de sociedades bíblicas. Además de historias de hippies, la semana santa siempre tenía clásicos sesenteros sobre la segunda guerra mundial: "Los Doce del Patíbulo", "Donde las Águilas se atreven",... Aun las de hippies tenían su criterio pues fue para ese tipo de fechas cuando vi a Kirk Douglas hacer de Espartaco (primero le crecerá pelo de nuevo a Jotamario Valencia antes de que un canal comercial colombiano vuelva a poner algo de Kubrik).
Pero entonces no me llevaron mucho a cine y ciertos block busters llegaron a mí de oídas. Familiares saboteándose mutuamente por quién fue el primero en soltar la lágrima viendo "El Campeón" o poniéndose taquicárdicos al reproducir coreografías de los sucesos de Kung Fu que estuvieran a la orden del día. Ya residiendo en tierras bajas vi E.T. en el Azteca. Realmente fueron tan pocas mis idas a cine que si las enumero con paciencia las cito todas en un párrafo. Vi el clásico geek "Juegos de Guerra" en el Calipso (allí también una de miedo que no recuerdo cómo se llamaba), "Amadeus" con el providencial sonido del hoy tajado "Embajador",... Fue en mis tiempos del Camilo, cuando supe por primera vez del mundillo cineclubero, de ese que buscaba su lugar como por la 72 y en algunos más centrales pero siempre en la 13. Será porque los espécimenes que me tocaron me caían gordos, ya no sé por qué, pero ciertos títulos como "Betty Blue", "La Historia de O" y "Rattle and Hum" recrean en los habitáculos de mi personalidad más huraña un momento y una atmósfera cargados de cardamomo, palosanto, hipoglicemia, granola, sílabas alargadas, pielroja y otros que ya deben hacer parte de uno de esos kits retro que se consiguen por ahí.
Bueno, la verdad fue en la Universidad donde me desatrasé como pude en ciertos items básicos, aprovechando las entradas libres o subsidiadas. D.W Griffith, Orson Welles, Hitchcock, un poco de italianos, Glauber Rocha, Fassbinder, Buñuel y otros tantos. Pero mi falta de devoción por esos templos hizo que no me rindiera gran cosa. Por cosas de las leyes de la física, por andar en movimientos de tipo browniano, terminé interactuando con uno que otro de esos singulares espacios llamados cineforos y videoforos, de esos que parten su cartel por categorías cargadas de simplismos y preconcepciones. Cada proyección antecedida por un cuento y seguida por una invitación de esas de "quédense al foro y aporten".
Si de historias con alumnos y maestros se trata, igual están "Mazurca en la cama", "La Venganza de los Nerds" o la inmortal saga de "Schulmädchen-Report"; también heterogéneas, también irreductibles a la agenda pastoral.Ciclo Educación y Sociedad"La Sociedad de los Poetas Muertos""Mentes Peligrosas""Duro Aprendizaje""The Wall""Historia Americana X"
A propósito de pastoral, padecí en mi último año de colegio una de esas escenas, enmarcada en una campaña de la arquidiócesis de Bogotá para que los adolescentes no escucharan rock con mensajes pecaminosos, cuando un par de ingenuos consumidores del difunto "uso público de la razón" quisimos reproducir los argumentos de una memorable columna de Eduardo Arias en El Espectador al respecto, ya que después del documental se nos compelió a rebuznar nuestras opiniones. El tratamiento recibido nos dejó con ganas de un criminal sabotaje al concierto de rock en cristiano que nos programó la curia entonces, con el conjunto del minuto de Dios (los covers de ciertos episodios mainstream, pero clásicos ochenteros, les salieron como bien interpretados; pero eran los tiempos de la agüita amarilla y no de la agüita bendita). En fin, yo creo que aun el cine que se fraguó como herramienta propagandera admite las azarozas consecuencias de su contacto con la singularidad de su víctima, la exégesis sin cartilla.
Envejecida la década pasada casi odié el cine, o ciertas posturas cineras. La pasada a examen de cierto círculo de amistades. Fue particularmente irritante la secuencia de la dichosa trilogía de los colores. Tres semanas seguidas, mismo sitio, mismas compañías y mismo amigo mochilento con la misma expresión extática: "mariiica, azul", "mariiica, blanco", "mariiica, rojo". Mis bajos niveles de consumo cinero terminaron por volverse prioridad, como cuando amablemente les recomiendan a algunas amigas alguna rutina para contener su talle en expansión, como cuando se meten con los pelos de uno como moneda para la aceptación. Aunque les advertí que aun me estaba desatrasando y que iba en el Prinzen Achmed, me programaron una de esas inducciones forzadas con algo que había en el momento. A alguno le habían dicho que "El Cartero" era buena y programamos subida al Perrata Pasteur, lugar con las coordenadas apenas para impactar mis ojos. Mi enciclopédico y resabiado cerebro entró evocando el título de un drama erótico romántico protoochentero protagonizado por uno que fue Joker. Pero qué agüepanela con sirope y masmelos para pasar una melcocha. Una de mis redentoras la encontró lacrimógena, para mí fue diurética. Mientras daba codo para coronar un orinal, mi Floganz interior me recriminaba: "macho que solo siente pog la punta de su sexo".
Una semana después me dio como cargo de conciencia haber hecho de estomatólogo ecuestre y decidí darle una oportunidad al celuloide. Un afiche vendía alguna otra especie con la prometedora frase: "una película para volver a creer en el cine" y mi piadoso bolsillo aceptó el arrepentimiento del fenómeno. Se trataba de una telenovela oriental, enmarcada en los cincuentas en el Annam francófono. Tal vez fue mi época sensualista de espectador porque las imágenes, los colores, el ventilador de techo superlento, las camisas blancas vaporosas de los protagonistas y el coro de grillos y otros bichos me transmitieron un mensaje cierto: Chimichagua, medio día, quiero una Kola Román. La protagonista, la de adentro mantequeando casi toda la historia y cuotidianamente mojandose los cachetes y nada más, salvo un poco al final de la historia cuando por fin el preciado líquido visita su sobaco; desde mi punto de vista gesto determinante para conseguir el favor de su galán, ya no solo su patrón. Lo más tenaz fue el remate abrupto del film, con encendida súbita de las luces que pusieron en evidencia a un público cuya impostura no había preparado una expresión astuta para semejante sorpresa.
De ese tiempo hasta ahora, me he conectado un poco más con el acontecer de ese arte, pero no consigo estar tan al día. Soy también una de esas creaturas post apocalípticas cuya principal fuente de erudición al respecto viene de la pantalla chica. Hoy muchos temas me salen de conteos de E entertainment, VH1, National Geographic y MGM. Con todo, sé gozar ese asunto, por donde más lo siento. Puede ser por los ojos o los oídos, puede ser por el diafragma o por el detector de ironía. Creo que a pesar de todo me sigue seduciendo vivir una experiencia estética, alguna referencia existencial, algo especial. Tal vez por ello me desconcierta tanto la manía de cierto cineclub inveterado, de publicitar algunos clásicos con cuadros explícitos extremos, faltándoles nada más incluir algo como "culeo al cien", con tal de llenar un recinto y unos bolsillos.
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