Esta semana que pasó se cumplieron veinticinco años del asesinato del abogado nariñense y profesor de la Universidad Nacional, Alberto Alava Montenegro. Los sicarios que lo acribillaron en frente de su hogar, junto al campus, se presentaron como el MAS (Muerte a Secuestradores) y se refirieron a su víctima como "abogado de secuestradores". Se trataba de una de las primeras incursiones públicas del aparato paraestatal cuyo nacimiento oficial se asocia con la reacción de los narcos antioqueños al secuestro de Nieves Ochoa, hermana de los líderes de uno de los clanes más importantes del Cártel de Medellín. Alava llevaba entonces uno de los casos malditos de la tradición de los Derechos Humanos en Colombia, la desaparición forzada del llamado "Colectivo del 82", una célula armada, con importante participación estudiantil, que perpetró el monstruoso secuestro y homicidio de los hijos del narcotraficante Jader Álvarez, primer colombiano que - después de pagar condena por ese delito en Estados Unidos, producto de una extradición - retornó al país; donde el tema de la desaparición lo volvió a llamar a los juzgados y las habilidosas malas artes de su abogado defensor recrearon la impunidad del caso.
Alberto Alava fue un profesor emblemático de una época de la Universidad. Era el intelectual contestatario cuyas clases convocaban inmensa concurrencia, con cierto aire de solemnidad, como para entrar sin calzado los que llegaban tarde, pues el ruido no era bienvenido. Alava rondaba el margen izquierdo del espectro ideológico en su práctica como abogado y en sus posturas académicas. Era un radical y un provocador, a quien causaban urticaria la cartilla y la consigna simplista; no ahorraba vehemencia para apabullar a los cultores de la mediocridad y del nihilismo-excusa. Hoy, cuando los practicantes del proselitismo docente van por la fácil de no escoger las compañías, de abstenerse de sembrar dudas en aras de sumar inconciencia, de reencauchar letanías apuntaladas en falacias; hoy se siente más muerte la muerte de Alava y más infame su homicidio. Cada bravuconada de tarima, cada pirueta retórica de manipulación, cada aplauso a la degradación de la palabra y de la práctica, son el eco del trueno de ese veinte de agosto; los tiros sin gracia.
Alberto Alava fue un profesor emblemático de una época de la Universidad. Era el intelectual contestatario cuyas clases convocaban inmensa concurrencia, con cierto aire de solemnidad, como para entrar sin calzado los que llegaban tarde, pues el ruido no era bienvenido. Alava rondaba el margen izquierdo del espectro ideológico en su práctica como abogado y en sus posturas académicas. Era un radical y un provocador, a quien causaban urticaria la cartilla y la consigna simplista; no ahorraba vehemencia para apabullar a los cultores de la mediocridad y del nihilismo-excusa. Hoy, cuando los practicantes del proselitismo docente van por la fácil de no escoger las compañías, de abstenerse de sembrar dudas en aras de sumar inconciencia, de reencauchar letanías apuntaladas en falacias; hoy se siente más muerte la muerte de Alava y más infame su homicidio. Cada bravuconada de tarima, cada pirueta retórica de manipulación, cada aplauso a la degradación de la palabra y de la práctica, son el eco del trueno de ese veinte de agosto; los tiros sin gracia.
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