Hoy publicaron una inquietante
columna acerca de un tema que volverá una y otra vez de muchas formas. No solo el tema, sus protagonistas también han vuelto a las pantallas con diferentes atuendos, con convenientes omisiones o con descaradas justificaciones. Las noticias judiciales de la semana que termina son consecuencia de vacíos que dejaron los intentos anteriores por enterrar el asunto, como ya ha ocurrido en otras partes.
La Toma del Palacio de Justicia es el gran monumento a toda nuestra vesania, a nuestro culto a la sangre y al orgullo estúpido exhibido por primera vez ante tantos espectadores. La pretendida audacia, ya quemada y castigada, de los ejecutores iniciales (más la eventual fuente de financiación del operativo); el despliegue de torpeza y competencia homicida de los cuerpos comprometidos en la contratoma; todos los vicios del poder civil y las incoherencias de los políticos; la hipocresía irredenta de los medios tradicionales de información y sus huestes (más herederos).
Funcionarios negando hasta el cansancio que se hubiera desaparecido a detenidos vivos (sabiendo que eso está mal hecho y por eso no se debe aceptar), otros que justifican que los faltantes en las cuentas del asalto final (cuando se bombardea el baño donde quedaban los últimos rehenes y los últimos plagiarios, el Ejército no incluía en su estimativo a los empleados de la cafetería) habían apoyado la toma y por eso su muerte o desaparición no importaba. Recién el año pasado la dirigencia del M-19 reconocía la supervivencia de una militante suya que había participado en la acción. El mismo año que se autorizó la exhumación de cadáveres para determinar el paradero de los empleados de la cafetería, el abogado de tal causa (Eduardo Umaña Mendoza) es asesinado. Gustavo Petro se pone la camiseta de lo indefendible, con un tema que lo conmueve y que además es la excusa preferida, el recurso desesperado y miserable de sus contrarios en el parlamento, quienes lo sacan cada que él los deja sin argumentos. En últimas, aquí nunca pesará tanto derrotar un argumento, como descalificar a un contradictor. La controversia es entre reputaciones y alcurnias, no entre ideas.
Y la olímpica prensa, especialmente la televisada, hace sus especiales; ayuda a disimular las incoherencias de quienes hoy todavía pajarean en la política (hace años que no repiten la cara de achante de Noemí Sanín cuando la corcharon a la entrada de la Catedral Primada, días después del holocausto). Uno mismo ha visto cambiar sus propias cicatrices de aquella pérdida de la inocencia. El tema vuelve y todas esas memorias de la transmisión radial, de los noticieros de la noche, del vuelo de los helicópteros sobre el centro, de la humareda del incendio, del la desazón de alguien conocido a quien vi llorar a un allegado con la batalla aun sin dirimirse, de todas esas escenas y declaraciones - hoy presentadas como archivo - cuando las escuchamos y vimos por vez primera, de tantos rumores que circularon por mi ciudad, de la mítica pausa de Juan Gossaín después de confirmar una visión inconveniente, de libros, remembranzas, tesis, de insistencias y amenazas, de complejas empresas investigativas, de retorno de los rostros sobrevivientes en posiciones distintas,... Todo mezclado y reeditado, pero presente.