sábado, septiembre 20, 2008
jueves, septiembre 18, 2008
Las más caras
I Mea Culpa (Contrición o Micción)
De mi paso por la cohorte de los menores de cinco no recuerdo haber usado pasamontañas. En Bogotá llovía más y más seguido y sí eran comunes la botas “machita”, los sacos, las bufandas y los gorros de lana, pero las mejillas en general no se ocultaban. Hoy los niños de Bogotá se encapuchan por prescripción médica y pasan su primera temporada nosocomial a propósito de alguna cosa pulmonar, todos sin falta. En edad preescolar viví los últimos años de la noche de brujas, del jalogüín, antes de que alguna mente institucional de tiempos del turbayato decidiera que el 31 de octubre debía llamarse “día de los niños” porque las brujas eran políticamente incorrectas e indignas de un año internacional dedicado por la ONU. Me sentí, en todo caso, muy orgulloso de haber sido un vaquero con bigote pintado y con unos geniales revólveres plásticos que disparaban y rotaban el tambor y me permitieron hacer blanco con algo más que una onomatopeya de silbido. Al siguiente año fui Drácula y eso sí que me marcó.
Disparar. Uno de los más genuinos entretenimientos de ese momento era jugar a “los pistoleros”. No a policías y ladrones, no a buenos ni malos (salvo si se trataba de una valoración sobre la puntería); era el gozo mundano y sin discurso por la escena de la ficción violenta: derrotar al otro, caer con estilo, las razones sobraban. Luego, a escondidas de mis papás, participar de rondas de tiro de diábolos y certificando el blanco con el tañido de las carcasas del alumbrado público. Pero a los pistoleros era lo mejor, asociando ingeniosamente formas de palos u otros objetos con las metras y los chopos de la televisión y gritando algo como 'pichún'. En la escuela primaria también encontré fanáticos de este juego y fue a propósito del mismo, contextualizado en la noticia de la toma de la embajada dominicana, que otro cagón de siete años me enseñó a ponerme el saco azul de lana, ese clásico de los colegios distritales, cubriendo la cabeza salvo el marco de los ojos y anudando las mangas atrás. El reparto de bandos era lo mismo: todos contra todos, todos embozados, bala pa todo el mundo. Como el buen porno, cuanto menos argumento mejor.
No volví a entenderme con máscaras de ningún tipo hasta el tiempo de intercambiar opiniones en la 26 con la autoridad, la cual sabía de memoria caminados, acentos, barrio de origen. Objetos contundentes y frases provocadoras iban de un lado para otro rigurosamente personalizados. En un viaje de trabajo a una de esas zonas donde los soldados pegan la espalda a la pared y donde la cédula también la pide el paraestado subversivo, noté que una parte crucial del cateo era mirar detenidamente los ojos y su contorno; en la Universidad era igual, era más un símbolo, un saludo a la bandera y una sutileza judicial... y un riesgo también por su efecto restrictivo del campo visual. Quien alguna vez se haya preguntado sobre el porqué de esa extraña forma de correr levantando tanto los pies tiene allí la respuesta. Qué decir de la observación que me hizo un jubilado de esas lides alguna vez: “esta gente se encapucha con ropa limpia”. Sin duda, un saco de lana sudado y picante debía ser un auténtico cilicio.
II Las de Buen Anonimato
Embozarse tiene su glamour y su contrario. Recuerdo bien esas extrañas capuchas como bolsas con terminación angulosa que usaban los malos de la película en las noticias de orden público de los 80. De algún modo recreaban el pavor contagiado por el atuendo del verdugo de hacha y topless. También evocaban la semana santa y otras efemérides litúrgicas como los carnavales. Cargueros, capuchones, la Marimonda y el Monocuco; anonimatos para todas las pasiones. En esa misma década la saga de Shô Kosugi le dio prestigio y un hálito de invencibilidad al portador de la tapa, la máscara del asesino silencioso. Pronto los uniformes de colegio también sirvieron para jugar a los ninjas. Máscaras, antifaces, cascos, lentes oscuros y capuchas son accesorios reconocidos del bandidaje con discurso. Posiblemente desde mucho antes del Robin Capucha, el de los bosques de Sherwood, pasando por el estrafalario espadachín del bigotico y un extenso rosario de vengadores heroicos, sombríos y asociales de Marvel y otras firmas; se trató de una transgresión con justificación. Batman y sus closet issues con Robin, Spawn el podrido, Spider Man con sus secreciones secretas, Gekkô Kamen y su inexplicable risa, V porque ajá,... Hubo quien por estar ocupada haciendo política en la Javeriana no los vio nunca, pero no por ello no recorrieron pantallas, comics o pensamientos.
En este mundo material y maloliente, el estatuto de seguridad de Turbay penalizó la obstrucción de la identidad y puso torturadores encapuchados a lucirse en las caballerizas; arrancando suspiros de los adoradores de la barbarie, los cuales también abundaban entonces. “Para torturas las que sufrió nuestro señor en el Gólgota” opinó un columnista entonces, mientras que plumas decentes como la de Klim espabilaron a un público aun conmovible por imágenes como la de la miniserie “Holocausto” (Klim apodó al ministro de defensa 'General Von Holokaust'). Años después se encapuchó también parte de la justicia, la llamada “Justicia Regional”, cumpliendo con el objetivo de reducir la tasa de homicidios de jueces, pero estableciendo un récord tal de iniquidades que se tuvo que caer, no sin que su principal impugnador dentro y fuera del país, Eduardo Umaña Mendoza, muriera de plomonía.
Una de las variantes más obscenas de la capucha institucional la constituyó en su momento el ESMAD, fuerza especializada antidisturbios de la policía, la cual a pesar de no usar regularmente pasamontañas, no incluye en los uniformes el apellido de los patrulleros. Tras el asesinato de un tropelero en una refriega de la Universidad, un directivo de la misma discutía con el mando a cargo en terreno y le pidió que se identificara. El burócrata del homicidio uniformado contestó “yo no tengo nombre”. Tras acumular varias bajas en su prontuario, cobijados por la manía judicial de amparar en el “orden público alterado” y el azar las felonías de estos matones, un proceso de presión política consiguió que lleven en las corazas un número de serie con más dígitos decimales que los necesarios para contar la población humana en el planeta. Pero estamos lejos de ver a un presidente reprendiéndolos en público por mutilar ojos, disparar ilegalmente, lanzar bombas caseras o vejar detenidos.
III Las del Tubo
Gina Parody descubrió en el youtube varios videos propagandistas filofarianos colgados tiempo atrás y uno de un periódico estudiantil de otra índole. Al parecer no le parecieron tan por fuera de la ley como para reportarlos y – siguiendo la doctrina presente de utilizar políticamente las cosas que no tendrían vuelo judicial – decidió lanzar una denuncia carente de unidad de materia y de coherencia. Escogió dos materiales correspondientes a momentos distintos, pero ocurridos en el mismo escenario de la Universidad Distrital para lanzar dardos contra el actual Rector de esa institución, en un claro gesto proselitista de alguien que suena como candidata a la alcaldía mayor de Bogotá. Valga decir que el video en el cual aparece el Rector en medio de los encapuchados retrata la intromisión de estos últimos en un acto institucional.
Puesta a desarrollar la idea, la Senadora explica que se refería en general a las universidades y a la 'nueva' estrategia de las Farc para su infiltración, pero rapidito cae en el tema local, de “lo social del gobierno del Polo” y otras piezas que suenan a Mr Burns candidato hablando de “los burócratas en la capital del Estado”; o, más local, a Noemí Sanín intercalando cada tres palabras la expresión “las maquinarias” y su sonrisa postiza. “Lo social” en política es una de esas categorías buseta, ahí caben muchas vainas o cualquiera; en últimas la política es un fenómeno social, pero volvamos al tema.
Ya otra gente le ha puesto algo de cacumen a este incidente (por fin). Converjo en algunos puntos, a propósito, pero quiero dejar en claro algo que me ronda la cabeza desde el principio del sainete (por no llamarlo parodia de debate). ¿Podemos creer en la afirmación de la Senadora acerca de que no hay idea que merezca usar una capucha en este país? Ella invoca a oradores y opinadores digamos 'frenteros', como si estuviera muy bien que uno tuviera que aguantarse diez hampones lanzándole insultos y objetos dentro de un avión o que ante una controversia de frente con el divino e infalible mandatario le conteste con frases del tipo de “yo sé cuál es su filiación y usted sabe cuál es la mía”, y luego algún medio de prensa publique algún carácter cierto o falso de uno con clara intención de descalificarlo. Seguiré con el tema, vuelvo a la línea de producción.
De mi paso por la cohorte de los menores de cinco no recuerdo haber usado pasamontañas. En Bogotá llovía más y más seguido y sí eran comunes la botas “machita”, los sacos, las bufandas y los gorros de lana, pero las mejillas en general no se ocultaban. Hoy los niños de Bogotá se encapuchan por prescripción médica y pasan su primera temporada nosocomial a propósito de alguna cosa pulmonar, todos sin falta. En edad preescolar viví los últimos años de la noche de brujas, del jalogüín, antes de que alguna mente institucional de tiempos del turbayato decidiera que el 31 de octubre debía llamarse “día de los niños” porque las brujas eran políticamente incorrectas e indignas de un año internacional dedicado por la ONU. Me sentí, en todo caso, muy orgulloso de haber sido un vaquero con bigote pintado y con unos geniales revólveres plásticos que disparaban y rotaban el tambor y me permitieron hacer blanco con algo más que una onomatopeya de silbido. Al siguiente año fui Drácula y eso sí que me marcó.
Disparar. Uno de los más genuinos entretenimientos de ese momento era jugar a “los pistoleros”. No a policías y ladrones, no a buenos ni malos (salvo si se trataba de una valoración sobre la puntería); era el gozo mundano y sin discurso por la escena de la ficción violenta: derrotar al otro, caer con estilo, las razones sobraban. Luego, a escondidas de mis papás, participar de rondas de tiro de diábolos y certificando el blanco con el tañido de las carcasas del alumbrado público. Pero a los pistoleros era lo mejor, asociando ingeniosamente formas de palos u otros objetos con las metras y los chopos de la televisión y gritando algo como 'pichún'. En la escuela primaria también encontré fanáticos de este juego y fue a propósito del mismo, contextualizado en la noticia de la toma de la embajada dominicana, que otro cagón de siete años me enseñó a ponerme el saco azul de lana, ese clásico de los colegios distritales, cubriendo la cabeza salvo el marco de los ojos y anudando las mangas atrás. El reparto de bandos era lo mismo: todos contra todos, todos embozados, bala pa todo el mundo. Como el buen porno, cuanto menos argumento mejor.
No volví a entenderme con máscaras de ningún tipo hasta el tiempo de intercambiar opiniones en la 26 con la autoridad, la cual sabía de memoria caminados, acentos, barrio de origen. Objetos contundentes y frases provocadoras iban de un lado para otro rigurosamente personalizados. En un viaje de trabajo a una de esas zonas donde los soldados pegan la espalda a la pared y donde la cédula también la pide el paraestado subversivo, noté que una parte crucial del cateo era mirar detenidamente los ojos y su contorno; en la Universidad era igual, era más un símbolo, un saludo a la bandera y una sutileza judicial... y un riesgo también por su efecto restrictivo del campo visual. Quien alguna vez se haya preguntado sobre el porqué de esa extraña forma de correr levantando tanto los pies tiene allí la respuesta. Qué decir de la observación que me hizo un jubilado de esas lides alguna vez: “esta gente se encapucha con ropa limpia”. Sin duda, un saco de lana sudado y picante debía ser un auténtico cilicio.
II Las de Buen Anonimato
Embozarse tiene su glamour y su contrario. Recuerdo bien esas extrañas capuchas como bolsas con terminación angulosa que usaban los malos de la película en las noticias de orden público de los 80. De algún modo recreaban el pavor contagiado por el atuendo del verdugo de hacha y topless. También evocaban la semana santa y otras efemérides litúrgicas como los carnavales. Cargueros, capuchones, la Marimonda y el Monocuco; anonimatos para todas las pasiones. En esa misma década la saga de Shô Kosugi le dio prestigio y un hálito de invencibilidad al portador de la tapa, la máscara del asesino silencioso. Pronto los uniformes de colegio también sirvieron para jugar a los ninjas. Máscaras, antifaces, cascos, lentes oscuros y capuchas son accesorios reconocidos del bandidaje con discurso. Posiblemente desde mucho antes del Robin Capucha, el de los bosques de Sherwood, pasando por el estrafalario espadachín del bigotico y un extenso rosario de vengadores heroicos, sombríos y asociales de Marvel y otras firmas; se trató de una transgresión con justificación. Batman y sus closet issues con Robin, Spawn el podrido, Spider Man con sus secreciones secretas, Gekkô Kamen y su inexplicable risa, V porque ajá,... Hubo quien por estar ocupada haciendo política en la Javeriana no los vio nunca, pero no por ello no recorrieron pantallas, comics o pensamientos.
En este mundo material y maloliente, el estatuto de seguridad de Turbay penalizó la obstrucción de la identidad y puso torturadores encapuchados a lucirse en las caballerizas; arrancando suspiros de los adoradores de la barbarie, los cuales también abundaban entonces. “Para torturas las que sufrió nuestro señor en el Gólgota” opinó un columnista entonces, mientras que plumas decentes como la de Klim espabilaron a un público aun conmovible por imágenes como la de la miniserie “Holocausto” (Klim apodó al ministro de defensa 'General Von Holokaust'). Años después se encapuchó también parte de la justicia, la llamada “Justicia Regional”, cumpliendo con el objetivo de reducir la tasa de homicidios de jueces, pero estableciendo un récord tal de iniquidades que se tuvo que caer, no sin que su principal impugnador dentro y fuera del país, Eduardo Umaña Mendoza, muriera de plomonía.
Una de las variantes más obscenas de la capucha institucional la constituyó en su momento el ESMAD, fuerza especializada antidisturbios de la policía, la cual a pesar de no usar regularmente pasamontañas, no incluye en los uniformes el apellido de los patrulleros. Tras el asesinato de un tropelero en una refriega de la Universidad, un directivo de la misma discutía con el mando a cargo en terreno y le pidió que se identificara. El burócrata del homicidio uniformado contestó “yo no tengo nombre”. Tras acumular varias bajas en su prontuario, cobijados por la manía judicial de amparar en el “orden público alterado” y el azar las felonías de estos matones, un proceso de presión política consiguió que lleven en las corazas un número de serie con más dígitos decimales que los necesarios para contar la población humana en el planeta. Pero estamos lejos de ver a un presidente reprendiéndolos en público por mutilar ojos, disparar ilegalmente, lanzar bombas caseras o vejar detenidos.
III Las del Tubo
Gina Parody descubrió en el youtube varios videos propagandistas filofarianos colgados tiempo atrás y uno de un periódico estudiantil de otra índole. Al parecer no le parecieron tan por fuera de la ley como para reportarlos y – siguiendo la doctrina presente de utilizar políticamente las cosas que no tendrían vuelo judicial – decidió lanzar una denuncia carente de unidad de materia y de coherencia. Escogió dos materiales correspondientes a momentos distintos, pero ocurridos en el mismo escenario de la Universidad Distrital para lanzar dardos contra el actual Rector de esa institución, en un claro gesto proselitista de alguien que suena como candidata a la alcaldía mayor de Bogotá. Valga decir que el video en el cual aparece el Rector en medio de los encapuchados retrata la intromisión de estos últimos en un acto institucional.
Puesta a desarrollar la idea, la Senadora explica que se refería en general a las universidades y a la 'nueva' estrategia de las Farc para su infiltración, pero rapidito cae en el tema local, de “lo social del gobierno del Polo” y otras piezas que suenan a Mr Burns candidato hablando de “los burócratas en la capital del Estado”; o, más local, a Noemí Sanín intercalando cada tres palabras la expresión “las maquinarias” y su sonrisa postiza. “Lo social” en política es una de esas categorías buseta, ahí caben muchas vainas o cualquiera; en últimas la política es un fenómeno social, pero volvamos al tema.
Ya otra gente le ha puesto algo de cacumen a este incidente (por fin). Converjo en algunos puntos, a propósito, pero quiero dejar en claro algo que me ronda la cabeza desde el principio del sainete (por no llamarlo parodia de debate). ¿Podemos creer en la afirmación de la Senadora acerca de que no hay idea que merezca usar una capucha en este país? Ella invoca a oradores y opinadores digamos 'frenteros', como si estuviera muy bien que uno tuviera que aguantarse diez hampones lanzándole insultos y objetos dentro de un avión o que ante una controversia de frente con el divino e infalible mandatario le conteste con frases del tipo de “yo sé cuál es su filiación y usted sabe cuál es la mía”, y luego algún medio de prensa publique algún carácter cierto o falso de uno con clara intención de descalificarlo. Seguiré con el tema, vuelvo a la línea de producción.
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